10.1.14

James Gandolfini es Tony Soprano



Ensayo sobre la configuración del cuerpo como imagen.
 

                                                 


Nueva entrega.

El “Tony” de Gandolfini me hace pensar en la “entrega”. Es esta palabra la que me convoca la experiencia de verlo. Solemos hablar de la “entrega” como rasgo destacable del trabajo de un actor. Con ella distinguimos su actuación por haber ofrecido acontecimientos que parecen haber ido más allá de lo que se reconoce socialmente mostrable, psíquicamente soportable, físicamente resistible, o económicamente pagable. Pero no es esto lo que intento nombrar respecto de él. Me parece que hay una “entrega” más discreta y no menos conmocionante: es una especie de disfraz mágico tras el que el actor desaparece  en la afirmación inequívoca de la alteridad que crea con su propia imagen. En esta “entrega” el actor  acepta y privilegia radicalmente todo lo que percibe mejor para la mayor dimensión del existir del ser que ficcionaliza. En esta definición parece haber más justicia: tenemos un cuerpo jugado a lo que necesita “el otro” generado por su imagen. Pero esto implica que hay algo más; porque ese nivel de entrega es hoy, es en la aspereza de este mundo, entonces tenemos una actuación que evita y evidencia los obstáculos que actualmente dificultan la “entrega”, presentando una manera de mostrarse  que estaría habitualmente vedada. Y esto quizás sea lo que tan fuertemente llama a mi percepción, a la palabra “entrega”, y motoriza esta búsqueda de una acepción que la dote de su significado más elevado. Porque tengo la impresión que la suya es una actuación que “entrega” otra cosa, que se despliega en una dinámica que no está afectada por los condicionamientos que hoy preconfiguran a los cuerpos como imagen. Como si su actuación hubiera ido más allá de lo actuable. Asumo a “Tony” como una especie de nueva y última “entrega” de los fascículos de “La Historia del Cuerpo en la Actuación”. Quizás  Brando haya sido la anterior, el último cuerpo universalmente reconocido con el poder de hacer “otra cosa”. Si Brando fue una innovación fundamental respecto a lo que un hombre podía asumir del modo de ofrecimiento de su cuerpo, Gandolfini puede ser asumido como la actualización de esta apertura. Volvió ese peso, esa habilidad y sutileza gestual, esa lentificación, esa integración del decir y el hacer a una naturaleza expresiva propia, esa preeminencia de la propia visualidad como condición del acontecer de todo. Pero vuelve de otra manera. La relación actor-espectador recupera una adherencia excepcional pero es otra cosa la que se “entrega” y la que se recibe. Es llamativo que la serie misma los confrontaba: Tony mira a Don Corleone  y Gandolfini a Brando. Dos épocas del mundo y de la actuación.

   

Erotización

Brando es el primer hombre mujer. Es el hombre voluptuoso. El hombre de la boca, del torso, del sudor, de la pelvis. La imagen de Brando le da a su época la verosimilitud que requiere para mostrar la tentación y descarrilamiento sexual de la moral burguesa. Su imagen porta una belleza e incandescencia que, más que un personaje, es un permiso indiscreto para los ojos. Su actuación oculta una danza del mostrarse y velarse. Esta cualidad de erotización en la relación con el propio cuerpo despierta  un nivel de contacto con el público tan adherente, que le permite achicar el tamaño de los acontecimientos gestuales y sonoros llevándolos al punto en el que parecen no surgir de una “actuación”. Él sabe que su cuerpo es tentador, pero en lugar de resignarse a hacer de su actuación la publicidad de ello, como habitualmente hacen los galanes, lo convierte en la condición que enciende un contacto que le habilita una operatoria absolutamente sutil: tratar a los ojos y oídos del público con la misma  sensibilidad que puede alcanzar el contacto sexual. Esta es la “entrega brandeana”: el nacimiento de un voltaje erótico que acrecienta el contacto y, por ende, la percepción de los acontecimientos subjetivos más ínfimos. Así logra que antes que el personaje, el texto, la situación, la cámara, la puesta, la obra o la película misma, esté su capacidad de contacto con nuestros sentidos. Brando hace de la asunción  de sus innovadores, eróticos y transgresores valores positivos de belleza la condición de su potencia de adherencia y operatoria ficcional.


El cuerpo del arte

El fenómeno de ser mirado, es una situación muy compleja cuyas eficacias pasan por ofrecimientos y beneficios que no en todos los casos pone en juego un intercambio que habilite singularidad. La industria del entretenimiento tiene estereotipos variados y sutiles respecto de los que cada actor se ofrece en el mercado de trabajo aproximando su imagen lo más que puede hacia alguno de ellos. Hay incluso, en el entretenimiento, una condición anterior y general que funciona como primera organización del sentido de exposición de los cuerpos: su mayor o menor aproximación  a los ideales mediáticos de belleza. Este “casting” personal que nos hacemos a nosotros mismos para encarar el mercado laboral, forja a nuestro cuerpo en una dinámica de imagen que es, justamente la del “entretenimiento”. En el “cuerpo del entretenimiento” se hace presente aquello que la imagen de ese cuerpo vende como sentido de su exposición. Está disociación de valores, atractivos, defectos, rarezas, dotes, habilidades, celebridad, exigencias, etc, es de manera más sutil o grosera, el impacto al que juega su eficacia mediática, y suele ser, en lo más jugado de sus ejemplos, la “entrega” más habitual y vulgar. La fuerza de esta dinámica de exposición, que hace, nada más ni nada menos, a la existencia y supervivencia en el mercado de trabajo, mide su reino dese  el “prime time” de la tele hasta la función teatral de la sala más recóndita. La imagen de los cuerpos se constituye desde el vamos, y quizás por siempre, bajo esta presión.
Está dinámica es un obstáculo fuertísimo para que el cuerpo de un actor experimente, bajo condiciones adecuadas y milagrosas, la posibilidad de apropiarse de la puntualidad de la propia imagen y genere acontecimientos que nazcan de la especificidad de su naturaleza expresiva. El “cuerpo del arte” sería entonces, en este contexto, una excepción: es capaz de producir una consistencia  singular en su imagen y despliegue evitando la disociación de sus posibles impactos y valores mediáticos. El “cuerpo del arte” es el que “simplemente” logra crear un “ser” partiendo de “estar”  con lo que tiene y puede. La “entrega” en términos artísticos sería hoy, antes que nada, la manifestación de un cuerpo en su propia operación de configuración de imagen. Sería un cuerpo en la “desnudez” de lo que logra ser por y para sí mismo. El “cuerpo del arte” prescinde o desenmascara la presión mediática sobre los cuerpos, no como denuncia si no como pura consecuencia de la contundencia ficcional que genera un cuerpo sincero. Si sucede, es porque la afortunada y difícil  posibilidad de “aceptarse” se constituye como condición de una situación que, además de ser artística, se torna existencial. A partir de allí el vínculo con la mirada es el de la invitación al proceso de ese despliegue. Si sucede es en este mundo, en el contexto del mercado del entretenimiento, pero no bajo sus leyes. Me decía un colega, algo que le dijeron: ser en este mundo y no de este mundo. Y es en esta clave que quizás haya que abordar a Tony.



Intimidad

En una nota sobre el funeral del actor leemos:

 “Chase recordó que Gandolfini una vez le dijo: “"¿Sabes qué quiero ser? Un hombre. Eso es todo. Quiero ser un hombre"”. Dijo que se maravilló al escucharlo, pues Gandolfini representaba al hombre que tantos otros querían ser”.

Estos dos reglones condensan algo fundamental. Gandolfini crea en Tony “un hombre”, no “el hombre”. Y siendo solo “un hombre” genera una conmoción y un nivel de identificación que lo convierte en una especie de rey de lo común entre los comunes. Su imagen genera el verosímil actual del desquicio laboral y amoroso del mundo burgués. Un cuerpo luchando entre sus propias disolvencias por la eficacia de sus funciones primarias, como marido, padre y laburante, intentando componer un universo de situaciones que ya no tienen los códigos ni los mandatos anteriores. Es el cuerpo el del estrés, de los síntomas, de la ansiedad, del sobrepeso. Un desastre, pero así y todo, nuestro “héroe”. Gandolfini produce un protagonista diferente, casi contradictorio respecto del lugar que su imagen asume. Lo que Gandolfini “muestra” y se hace suceder genera una verosimilitud impensada para el acontecer que “Tony” narra. De hecho tenemos una imagen con valores negativos que logra tener todo lo que un cuerpo desea, incluso ser deseable. Su sensualidad deviene radicalmente de su subjetividad: la capacidad de afirmar corporalmente el deseo de gobernar, coger, comer, amar, y, en síntesis, disfrutar. Gandolfini, es un cuerpo que interviene en las brutales exigencias y prerrequisitos mediáticos de la imagen, desde el desentendimiento, desde la afirmación de lo que un cuerpo compone como subjetividad excediendo a lo que sería posible ser respecto de las condiciones reinantes. Los valores que suelen presionar a los cuerpos cuando se muestran no parecen influenciarlo demasiado. Ni al personaje, ni al actor. Tony le saca a nuestros ojos la posibilidad de adherir por indiscreción, morbosidad, erotización, cholulismo, etc, etc. Verlo parece descansarnos de esa presión a la que parecen responder todos los cuerpos que deben publicitar su eficacia  y los espectadores que los consumen . La gran revolución Gandolfiana es  que, en un contexto tan desesperado por impactar en la exposición, él ofrece intimidad. Esta “intimidad”, que genera un impase en la presión mediática, que inscribe su imagen como dos paréntesis enormes de desaceleración y crudeza , funciona, al igual que lo hizo la erotización “brandeana”, potenciando el nivel de adherencia, sutileza, y actualidad pero de manera aún más desformalizada, menos “bella”, sin pizca de transgresión, ¡comun!  Así, sin nada que pueda señalar a priori que ese pueda ser ese. Ganándose la existencia a pura creación de vida, a puro Tony.

Si, Tony, porque para extraño beneficio, y quizás condición, de lo hecho en términos de verosimilitud con este personaje, Gandolfini lo crea siendo un desconocido, un cuerpo sin la presión de la celebridad. Era entonces un actor que tuvo un “encuentro” con una mirada llamada Davis Chase (guionista, director y productor). Del mismo modo Bando se encontró con Elia Kazan y Francis Ford Coppola, pero entre tanto, tuvo que morder el polvo de “la carrera”,  “la profesión” y el tremendo obstáculo para la “entrega” y el “encuentro” que es la celebridad o su búsqueda como sentido. Quizás sea sólo para sobrevivir a la soledad y el desencuentro en el que los actores solemos transitar el ejercicio de nuestro “oficio” y la búsqueda del “éxito”, que tratamos de creer en la posibilidad de arreglárnosla bien solos, con nuestro cuerpito de entretenimiento. Queremos concebir la posibilidad de que si no estamos  en relación de encuentro con una mirada igual podamos brillar. Gandolfini tuvo  una “carrera”, que se redujo a poco más que este “encuentro”. En él, produjo una actuación cuya “entrega”, nos permite repensar la actuación en su paradójica relación con el mercado de la imagen. Esta osadía, es, como en toda gran actuación, el punto en el que a Tony y a James se les jugó lo mismo. Gandolfini puso la misma convicción y deseo que tenía que poner Tony para ser el que su destino le reclamaba. Ganolfini se hizo estimar desoyendo los valores o estereotipos mediáticos previos, actuando el proceso de forjamiento de la subjetividad de “un hombre” que debía asumir un lugar incierto y poderoso para sí y frente a otros. Lo logró. Fue un reinado de seis temporadas. Luego se fue. Nos dejó a la actuación aún más sincera, sensible y cercana. Ahora Tony vivirá para siempre en los cuerpos que se animen a ser comunes.