4.12.14

Urdapilleta



Así comienza el escrito llamado "Urdapilleta, el Rey de la Fiesta. Ensayo sobre el sentido de actuar". La versión completa la voy a publicar dentro de un futuro libro junto a otros escritos. El primer capítulo se titula "El Permiso" y ésta es su primera parte. Hace tres días se cumplió un año de su muerte y lo quiero homenajear.
                                                                                                 



Me estaba yendo a otra ciudad a dar clase. Eso siempre me genera incertidumbre porque el encuentro se tiene que dar sin las complicidades locales.  Pero aquella vez, la incertidumbre se agudizó hasta generar interrogantes que apuntaban directamente a la legitimidad de mi tarea: “¿Qué estoy llevando? ¿Mi método de trabajo? ¿Cuál es el aporte? ¿La autonomía es una técnica? ¿Por qué va desde Buenos Aires un tipo a dar clase allá?”. Las preguntas me surgían con un tono asustado, como si temiera descubrir a un farsante. Pero si bien la situación era incómoda,  no me resultaba inesperada o arbitraria, ya que en esos días, la cosa venía así: Urdapilleta había muerto hacía poco y, desde el momento de la noticia, todas mis tareas estaban en estado de cuestión. Su recuerdo se me metía en las clases y los ensayos revoleando todo lo que parecía meritoriamente acomodado.“¿Dónde está Urdapilleta en lo que hacés vos que tanto lo admirás y tan fundamental pensás que es?”, fue la pregunta que con su muerte empezó a trastrocarlo todo. Y me asustó. Me asustó porque temí la posibilidad de que mi relación con él ya fuera más ideológica que concreta; temí haberme distraído, o descubrirme aburguesado; como si su muerte me hubiese hecho ver la posibilidad de estar yo un poco falsamente vivo. Tal cosa me impactó más que el miedo a encontrarme con un diagnostico desfavorable; así que dejé que se meta y haga, que me muestre los límites que su arte podía hacer visible en el mío. Que pregunte lo que tenga que preguntar.
Saliendo entonces de Buenos Aires con esos interrogantes severos, pensando nuevamente en él, y evocando, como ahora,  las sensaciones que me vuelven frescas de su actuación, me surgió una palabra que me pegó en el pecho y, además de responder las preguntas con las que arrancó el viaje, comenzó, en ese mismo instante, a reorganizar una nueva perspectiva de la experiencia que me intento habilitar a los machetazos como actor, como director y como docente. La palabra fue “permiso”. “Permiso”. Me pareció que era el mejor nombre para la sensación que me encendía y aún enciende el recuerdo de su actuación. Y en seguida me dije, como reprochándome el no haber pensado antes, algo que era más simple y contundente: acá en Buenos Aires, hace más de 20 años, presenciamos y nos dimos“el” permiso. Lo entendí así porque desde Urdapilleta se me abrió el cuadro, y visualice, tras él, a su originario teatro “Under” desde una perspectiva que me redimensionaba lo que ya creía haber comprendido en su importancia. Pude ver aquél período como el comienzo de una cualidad actoral que Urdapilleta condensaba de una manera especial pero que se podía observar extendiéndose en muchos otros actores hasta nuestros días.  Me dije, una vez más, que aquel movimiento actoral, en lo absolutamente precario de su esencia, fue una acontecimiento artístico de una potencia incuantificable. Que sus efectos pueden encontrarse hoy, no sólo en nuestro ya dramatúrgico teatro  "independiente", sino en todos los espacios de actuación en los que ingresan actores que fueron directa o indirectamente afectados por el “permiso” actoral que entonces  se habilitó y propagó desde unos cuerpos en llamas a otros que también quisieron arder. Pude entender la llegada de la dolorosa muerte de Urdapilleta, como un rayo que a la vez fulmina y alumbra, y nos permite ver en torno a su cuerpo, el tamaño  y tipo de incidencia que tuvo en los actores. Y lo cierto es que la afectación que persibí en los colegas de mi generación, obviamente la anterior , y en las posteriores, fue muy particular. Quizás su identidad y su actuación portaban la condensación y vigencia de lo que, ahora, llamándolo “permiso”, entiendo  como una habilitación particular de la altura del techo actoral de esta ciudad.  La actuación de los actores de Buenos Aires tiene desde hace muchos años la estirpe de un “permiso” que contemporáneamente en ningún lado se tuvo ni se enseña y del que Urdapilleta era la prueba viva de la fuerza de su impulso.

Esa fue la respuesta a las preguntas con las que partí. Ese es el milagro local del que soy un afortunado efecto y apóstol. Llevo el mensaje y el juego que invita a los actores a llevar su actuación más allá de eso para lo que supuestamente sirve; a descubrirse, entenderse y afirmarse sin las referencias en las que habitualmente delega la legalidad de su acto;  a poder compartir desembozadamente la evidencia de que la actuación es la potencia creadora específica del arte teatral.
Aquel día, viajando hacia  una ciudad cuya vida teatral es tan escueta como suele ser la de todas las grandes ciudades del mundo, el entusiasmo me hormigueaba en el cuerpo proyectando el descontrol que les propondría a los actores hacia los que iba, y las novedades con las que volvería  a reencontrarme con los que convivo aquí. El trabajo sobre el “permiso” tenía que convertirse en condición fundamental del juego. Todo deberá partir de intentar que el espíritu de Urdapilleta baje y juegue con nuestros cuerpos, que habilite a los actores a una experiencia amplia, abierta, desfachatada, poderosa, autónoma y personal.

18.11.14

Charla sobre la capacidad de verosimilitud y creencia actoral.

Este es el registro de una clase magistral que di en el Seminario Internacional de Experimentación Dramatúrgica TRANSDrama 2014 realizado en la ciudad de México. La charla aborda la cuestión de la verosimilitud y creencia actoral como manifestación de su mayor poder y las condiciones que la tornan posible o imposible. Describo la inverosimilitud como síntoma contemporáneo y tomo como referencia de verosimilitud a las serie "Los Sopranos".


2.7.14

AMAR en Madrid




Los directores que trabajamos con y desde la actuación sabemos que en lo vivo está nuestra fuerza y nuestras perturbaciones. Sabemos que para poder jugar bajo ciertas presiones hay que tener una templanza grupal e individual que puede surgir o no. En las funciones anteriores al viaje hablamos de afirmar aún más la actuación de los actores, no llevar una “obra”, no hacer la escenificación de la cabeza del director. Y así fue. En su paso por Madrid, AMAR logró ser el nombre del encuentro de 6 actores que asumieron y gozaron de ser el sentido de la experiencia del público. Amar no solo salió bien, se transformó. Pocas veces como director me sentí tan ausentado de la escena  e  indirectamente felicitado como en estas 5 funciones.  El público les agradecía a los actores por su “generosidad”, por su “entrega”. Que orgullo trabajar con actores soberanos, ser su “director sin cabeza”. 

21.4.14

Che, n° 3

Che, el teatro podrá ser de muchas maneras, podrá ser incluso sin actores ni cuerpos perceptibles. De lo que quizás no pueda prescindir, si quiere afirmar la esencia de su especificidad y potencia, es que en ese lugar y momento en el que la gente está reunida, haya otro ser humano ahí presente, que con cada uno de sus actos, esté decidiendo cabalmente el proceso de la experiencia que conduce y comparte. Prescindiendo de esto, el teatro podrá ser de muchas maneras pero en todas se reducirá a una mera escenificación de la decisiones que donan u ordenan los actos de una potencia trascendente. La esencia del teatro sería entonces algo anterior a la discusión sobre la necesaria o prescindible tarea de un actor, la suficiente presencia de un cuerpo visible o ejecutor, o el estatuto de la palabra. La materialidad con la que interviene allí el gesto humano, del que procede la experiencia que se nos propone, puede ser la que sea; pero la potencia de su acontecimiento fundamental se juega y manifiesta en el carácter decisivo del acto de quien habita lo escénico. Así entendido, el teatro puede tener un parentesco más directo y profundo con un dijey o un surfista, que con lo que más comúnmente se llama teatro.

24.3.14

Che, n° 2

Che, en general el teatro se hace el canchero. Por inseguro; por desencontrado. El canchero intelectual, el canchero literario, transgresor, político, experimental, culto, artístico, loco, cool, independiente, multidisciplinario, multimedia, real, alternativo, inteligente, polémico, actual, artesanal, argentino, joven y cualquier otro argumento del que pueda agarrarse. Y le va bien, consigue adeptos, detractores y minas. Entonces el teatro cree que puede ser eso; y así es capaz de vivir por muchos años, fundamentalmente solo, y crispando sus recursos en un campeonato inconfesable.
Pero muy, muy, ocasionalmente, cuando el teatro no tiene que ganar ni perder , cuando sus ensayos son reuniones, cuando no tiene apuro, cuando no se debe a nada, cuando se anima a llamar con su cuerpo, a ofrecer allí sus velados encantos: el canchero abandona la publicidad, saca sus ideas de adelante, pone los actores al frente, se entrega y nos posee.
¡Viva el trágicamente escaso, esporádico, milagroso y verdadero teatro de los actores!
¡Gloria al cuerpo de Urdapilleta, el cuerpo de la fiesta de actuar, de la explicitación del deseo, y del sentido pleno de estar allí en cualquiera de los dos lados!

10.1.14

James Gandolfini es Tony Soprano



Ensayo sobre la configuración del cuerpo como imagen.
 

                                                 


Nueva entrega.

El “Tony” de Gandolfini me hace pensar en la “entrega”. Es esta palabra la que me convoca la experiencia de verlo. Solemos hablar de la “entrega” como rasgo destacable del trabajo de un actor. Con ella distinguimos su actuación por haber ofrecido acontecimientos que parecen haber ido más allá de lo que se reconoce socialmente mostrable, psíquicamente soportable, físicamente resistible, o económicamente pagable. Pero no es esto lo que intento nombrar respecto de él. Me parece que hay una “entrega” más discreta y no menos conmocionante: es una especie de disfraz mágico tras el que el actor desaparece  en la afirmación inequívoca de la alteridad que crea con su propia imagen. En esta “entrega” el actor  acepta y privilegia radicalmente todo lo que percibe mejor para la mayor dimensión del existir del ser que ficcionaliza. En esta definición parece haber más justicia: tenemos un cuerpo jugado a lo que necesita “el otro” generado por su imagen. Pero esto implica que hay algo más; porque ese nivel de entrega es hoy, es en la aspereza de este mundo, entonces tenemos una actuación que evita y evidencia los obstáculos que actualmente dificultan la “entrega”, presentando una manera de mostrarse  que estaría habitualmente vedada. Y esto quizás sea lo que tan fuertemente llama a mi percepción, a la palabra “entrega”, y motoriza esta búsqueda de una acepción que la dote de su significado más elevado. Porque tengo la impresión que la suya es una actuación que “entrega” otra cosa, que se despliega en una dinámica que no está afectada por los condicionamientos que hoy preconfiguran a los cuerpos como imagen. Como si su actuación hubiera ido más allá de lo actuable. Asumo a “Tony” como una especie de nueva y última “entrega” de los fascículos de “La Historia del Cuerpo en la Actuación”. Quizás  Brando haya sido la anterior, el último cuerpo universalmente reconocido con el poder de hacer “otra cosa”. Si Brando fue una innovación fundamental respecto a lo que un hombre podía asumir del modo de ofrecimiento de su cuerpo, Gandolfini puede ser asumido como la actualización de esta apertura. Volvió ese peso, esa habilidad y sutileza gestual, esa lentificación, esa integración del decir y el hacer a una naturaleza expresiva propia, esa preeminencia de la propia visualidad como condición del acontecer de todo. Pero vuelve de otra manera. La relación actor-espectador recupera una adherencia excepcional pero es otra cosa la que se “entrega” y la que se recibe. Es llamativo que la serie misma los confrontaba: Tony mira a Don Corleone  y Gandolfini a Brando. Dos épocas del mundo y de la actuación.

   

Erotización

Brando es el primer hombre mujer. Es el hombre voluptuoso. El hombre de la boca, del torso, del sudor, de la pelvis. La imagen de Brando le da a su época la verosimilitud que requiere para mostrar la tentación y descarrilamiento sexual de la moral burguesa. Su imagen porta una belleza e incandescencia que, más que un personaje, es un permiso indiscreto para los ojos. Su actuación oculta una danza del mostrarse y velarse. Esta cualidad de erotización en la relación con el propio cuerpo despierta  un nivel de contacto con el público tan adherente, que le permite achicar el tamaño de los acontecimientos gestuales y sonoros llevándolos al punto en el que parecen no surgir de una “actuación”. Él sabe que su cuerpo es tentador, pero en lugar de resignarse a hacer de su actuación la publicidad de ello, como habitualmente hacen los galanes, lo convierte en la condición que enciende un contacto que le habilita una operatoria absolutamente sutil: tratar a los ojos y oídos del público con la misma  sensibilidad que puede alcanzar el contacto sexual. Esta es la “entrega brandeana”: el nacimiento de un voltaje erótico que acrecienta el contacto y, por ende, la percepción de los acontecimientos subjetivos más ínfimos. Así logra que antes que el personaje, el texto, la situación, la cámara, la puesta, la obra o la película misma, esté su capacidad de contacto con nuestros sentidos. Brando hace de la asunción  de sus innovadores, eróticos y transgresores valores positivos de belleza la condición de su potencia de adherencia y operatoria ficcional.


El cuerpo del arte

El fenómeno de ser mirado, es una situación muy compleja cuyas eficacias pasan por ofrecimientos y beneficios que no en todos los casos pone en juego un intercambio que habilite singularidad. La industria del entretenimiento tiene estereotipos variados y sutiles respecto de los que cada actor se ofrece en el mercado de trabajo aproximando su imagen lo más que puede hacia alguno de ellos. Hay incluso, en el entretenimiento, una condición anterior y general que funciona como primera organización del sentido de exposición de los cuerpos: su mayor o menor aproximación  a los ideales mediáticos de belleza. Este “casting” personal que nos hacemos a nosotros mismos para encarar el mercado laboral, forja a nuestro cuerpo en una dinámica de imagen que es, justamente la del “entretenimiento”. En el “cuerpo del entretenimiento” se hace presente aquello que la imagen de ese cuerpo vende como sentido de su exposición. Está disociación de valores, atractivos, defectos, rarezas, dotes, habilidades, celebridad, exigencias, etc, es de manera más sutil o grosera, el impacto al que juega su eficacia mediática, y suele ser, en lo más jugado de sus ejemplos, la “entrega” más habitual y vulgar. La fuerza de esta dinámica de exposición, que hace, nada más ni nada menos, a la existencia y supervivencia en el mercado de trabajo, mide su reino dese  el “prime time” de la tele hasta la función teatral de la sala más recóndita. La imagen de los cuerpos se constituye desde el vamos, y quizás por siempre, bajo esta presión.
Está dinámica es un obstáculo fuertísimo para que el cuerpo de un actor experimente, bajo condiciones adecuadas y milagrosas, la posibilidad de apropiarse de la puntualidad de la propia imagen y genere acontecimientos que nazcan de la especificidad de su naturaleza expresiva. El “cuerpo del arte” sería entonces, en este contexto, una excepción: es capaz de producir una consistencia  singular en su imagen y despliegue evitando la disociación de sus posibles impactos y valores mediáticos. El “cuerpo del arte” es el que “simplemente” logra crear un “ser” partiendo de “estar”  con lo que tiene y puede. La “entrega” en términos artísticos sería hoy, antes que nada, la manifestación de un cuerpo en su propia operación de configuración de imagen. Sería un cuerpo en la “desnudez” de lo que logra ser por y para sí mismo. El “cuerpo del arte” prescinde o desenmascara la presión mediática sobre los cuerpos, no como denuncia si no como pura consecuencia de la contundencia ficcional que genera un cuerpo sincero. Si sucede, es porque la afortunada y difícil  posibilidad de “aceptarse” se constituye como condición de una situación que, además de ser artística, se torna existencial. A partir de allí el vínculo con la mirada es el de la invitación al proceso de ese despliegue. Si sucede es en este mundo, en el contexto del mercado del entretenimiento, pero no bajo sus leyes. Me decía un colega, algo que le dijeron: ser en este mundo y no de este mundo. Y es en esta clave que quizás haya que abordar a Tony.



Intimidad

En una nota sobre el funeral del actor leemos:

 “Chase recordó que Gandolfini una vez le dijo: “"¿Sabes qué quiero ser? Un hombre. Eso es todo. Quiero ser un hombre"”. Dijo que se maravilló al escucharlo, pues Gandolfini representaba al hombre que tantos otros querían ser”.

Estos dos reglones condensan algo fundamental. Gandolfini crea en Tony “un hombre”, no “el hombre”. Y siendo solo “un hombre” genera una conmoción y un nivel de identificación que lo convierte en una especie de rey de lo común entre los comunes. Su imagen genera el verosímil actual del desquicio laboral y amoroso del mundo burgués. Un cuerpo luchando entre sus propias disolvencias por la eficacia de sus funciones primarias, como marido, padre y laburante, intentando componer un universo de situaciones que ya no tienen los códigos ni los mandatos anteriores. Es el cuerpo el del estrés, de los síntomas, de la ansiedad, del sobrepeso. Un desastre, pero así y todo, nuestro “héroe”. Gandolfini produce un protagonista diferente, casi contradictorio respecto del lugar que su imagen asume. Lo que Gandolfini “muestra” y se hace suceder genera una verosimilitud impensada para el acontecer que “Tony” narra. De hecho tenemos una imagen con valores negativos que logra tener todo lo que un cuerpo desea, incluso ser deseable. Su sensualidad deviene radicalmente de su subjetividad: la capacidad de afirmar corporalmente el deseo de gobernar, coger, comer, amar, y, en síntesis, disfrutar. Gandolfini, es un cuerpo que interviene en las brutales exigencias y prerrequisitos mediáticos de la imagen, desde el desentendimiento, desde la afirmación de lo que un cuerpo compone como subjetividad excediendo a lo que sería posible ser respecto de las condiciones reinantes. Los valores que suelen presionar a los cuerpos cuando se muestran no parecen influenciarlo demasiado. Ni al personaje, ni al actor. Tony le saca a nuestros ojos la posibilidad de adherir por indiscreción, morbosidad, erotización, cholulismo, etc, etc. Verlo parece descansarnos de esa presión a la que parecen responder todos los cuerpos que deben publicitar su eficacia  y los espectadores que los consumen . La gran revolución Gandolfiana es  que, en un contexto tan desesperado por impactar en la exposición, él ofrece intimidad. Esta “intimidad”, que genera un impase en la presión mediática, que inscribe su imagen como dos paréntesis enormes de desaceleración y crudeza , funciona, al igual que lo hizo la erotización “brandeana”, potenciando el nivel de adherencia, sutileza, y actualidad pero de manera aún más desformalizada, menos “bella”, sin pizca de transgresión, ¡comun!  Así, sin nada que pueda señalar a priori que ese pueda ser ese. Ganándose la existencia a pura creación de vida, a puro Tony.

Si, Tony, porque para extraño beneficio, y quizás condición, de lo hecho en términos de verosimilitud con este personaje, Gandolfini lo crea siendo un desconocido, un cuerpo sin la presión de la celebridad. Era entonces un actor que tuvo un “encuentro” con una mirada llamada Davis Chase (guionista, director y productor). Del mismo modo Bando se encontró con Elia Kazan y Francis Ford Coppola, pero entre tanto, tuvo que morder el polvo de “la carrera”,  “la profesión” y el tremendo obstáculo para la “entrega” y el “encuentro” que es la celebridad o su búsqueda como sentido. Quizás sea sólo para sobrevivir a la soledad y el desencuentro en el que los actores solemos transitar el ejercicio de nuestro “oficio” y la búsqueda del “éxito”, que tratamos de creer en la posibilidad de arreglárnosla bien solos, con nuestro cuerpito de entretenimiento. Queremos concebir la posibilidad de que si no estamos  en relación de encuentro con una mirada igual podamos brillar. Gandolfini tuvo  una “carrera”, que se redujo a poco más que este “encuentro”. En él, produjo una actuación cuya “entrega”, nos permite repensar la actuación en su paradójica relación con el mercado de la imagen. Esta osadía, es, como en toda gran actuación, el punto en el que a Tony y a James se les jugó lo mismo. Gandolfini puso la misma convicción y deseo que tenía que poner Tony para ser el que su destino le reclamaba. Ganolfini se hizo estimar desoyendo los valores o estereotipos mediáticos previos, actuando el proceso de forjamiento de la subjetividad de “un hombre” que debía asumir un lugar incierto y poderoso para sí y frente a otros. Lo logró. Fue un reinado de seis temporadas. Luego se fue. Nos dejó a la actuación aún más sincera, sensible y cercana. Ahora Tony vivirá para siempre en los cuerpos que se animen a ser comunes.