2.9.13

Diario de actor 3



En el último ensayo logre, por un rato,  ser el actor que, creemos, la obra necesita.  Vi llegar la aprobación y el festejo a la mirada que me acompaña en este proceso. Mientras actuaba me sorprendía, y esa sorpresa me disociaba percibiendo que mi voz y mi cuerpo eran de otro, que estaba haciendo aparecer a alguien allí, frente a mis directores, que se sintieron, quizás por primera vez, espectadores de nuestra obra. 

Que alegría inmensa. Sentí estar jugando bien el juego que estamos inventando. Juego en el que se superpone la escena y la vida; que me está forjando un cuerpo, una habilidad y fundamentalmente un temperamento. De hecho, cuando las reglas fueron surgiendo, a la vez que me resultaba halagador que esa operatoria emerja y se asocie posible en mi actuación, no podía evitar preguntarme si yo estaba a la altura del juego que se planteaba, o si estábamos todos en pedo. Son la ambición y el miedo disputándose cada milímetro de afirmación.

Evidentemente, una cosa es tener la habilidad y otra la decisión. El nivel de creencia que, en todo sentido, a veces  demanda y delega el lugar y el proceder de una obra, implica un trabajo íntimo y feroz. Quizás el verdadero desafío sea asumir con placer el poder que se nos habilita. Porque creo que con el público compartimos esencialmente eso: el poder que asumimos en el juego al que los invitamos, y el placer que nos da jugar con ellos.

Veremos qué pasa ahora que el público entro al ensayo por los ojos de la dirección y se sienta en las sillas vacías del estudio. Acá está, de nuevo la ambición y el miedo.