Ensayo sobre lo que puede el gesto.
"Shakespeare dijo algo digno de mención. Uno no lo escucha muy seguido. Dijo: “No existe un arte que encuentre la construcción de la mente en la cara”, refiriéndose a que hay un arte de la poesía, la música, la danza, la arquitectura, la pintura, lo que sea. Pero encontrar las mentes de la gente por su cara, especialmente sus caras, es un arte, y no es reconocido como tal." Marlon Brando.
Ya estamos muy acostumbrados
a la caza de primeros planos en las contiendas deportivas. La industria del
entretenimiento no puede desaprovechar la captura de esa fuente de acontecer
humano que dimensiona la implicación subjetiva que adquiere cada jugada en los
allí expuestos a su suerte. Acontecer que, además, puede que se inscriba y sume
a una narración más grande, generada antes por otras cámaras, como historia y
actualidad mediática del dueño de ese rostro. En ese caso nuestros ojos serán
cazadores sutiles del gesto que se le escape a un rostro rompiendo el control
de lo que le conveniente mostrar.
Los que vimos el combate
“Maravilla vs. Chávez Jr.” participamos de una gran condensación de esta
confluencia narrativa expresada en el gesto entre la “contienda deportiva” y
“vida mediática”. El box, en este sentido, es un dispositivo privilegiado:
tenemos siempre a los dos protagonistas en la imagen, mirándose y pegándose en
la cara. Actuando para el otro, para el público y para la cámara. De hecho esta lucha fue particularmente histriónica; ambos
boxeadores se, y nos, hicieron gestos que jugaban decididamente dentro del
Thriller psicológico en el que se había transformado la “vida mediática” ahora
fundida con la “contienda deportiva”. La
pelea parecía el capítulo final de la primera temporada de una serie que nos
fue atrapando hasta la dependencia. El ring era ahora el lugar en el que dos
vidas contrastantes coincidían en la necesidad de convalidarse desacreditando a
la otra. Y el capítulo no podía comenzar
mejor: el luchador pobre, tenaz, dotado, maduro, guapo, locuaz, inteligente y
justiciero, estaba venciendo al luchador rico, hijo de papá, joven, arrogante,
campeón y grandote. “Maravilla” Martínez, el protagonista, conectaba golpes sobre Chávez en perfecta
continuidad con el extraordinario monólogo que venían siendo sus apariciones
televisivas. La cara de Chávez se deformaba y se convertía en la referencia
material del proceso hacia un final pronosticable. Pero, como vimos, en el último round, el mexicano logra meter
unos golpes como él mismo no había recibido, y derriba a nuestro héroe haciendo
suceda algo que ya se había olvidado como posibilidad. Cuando “Maravilla”
Martínez, ya caído, se incorpora mínimamente y se sienta en la lona, le veremos
una cara que nos pegará en los ojos más directa y contundentemente que todos
los golpes que ya se habían visto. Esa cara será la contracara misma de todo lo
que hasta allí se había narrado. Luego de un breve paso por la siempre horrenda
expresión de quien, sin desmayarse, se ha ido de sí, logramos percibir su
dramático retorno a la conciencia porque sobreviene un gesto que delata la
dimensión subjetiva que toman las circunstancias en las que nuestro boxeador se
reencuentra y reconoce. Describir su composición afectiva sería reducirlo. Pero como espectador de esta
historia, no dudo que en esos escasos e involuntarios fotogramas, vi a
Maravilla reconocer que su vida estaba tomando el rumbo de la peor escena que le podía suceder a su
película; que temió que todo lo hecho, desde que se fue a España hasta hoy
allí, sea el descomunal camino hacia la absoluta decepción y el principio de
una condena al perpetuo sinsentido. En la cara de Sergio Martínez se parte su
historia. Es el momento en el que, como en el flujo de un río, el acontecer
narrativo se estrecha al tamaño de un rostro, porque su cause adquiere la
profundidad de una grieta.
Su retorno a la pelea será
entonces a otra pelea, “Maravilla” no vuelve a pelear con Chávez Jr., sale a
pelear por algo que ya es su vida misma: su imagen. Debe mostrarse y mostrarnos
una actitud de pelea que reduzca hasta donde más sea posible la dimensión
narrativa del acontecimiento subjetivo que mostró a su imagen presa de la derrota y el fracaso.
Sale, entonces, a pegarle a lo que le
sucedió, a mostrarse y mostrarnos que eso que le vimos no fue tan real y
significativo como pareció.
Pero lo que sucedió y dejó
ver su rostro ya estaba impreso en nuestra percepción y cualquier cosa que
hiciera, no haría más que mostrar y acentuar a aquello que se quiere negar.
Aunque el acontecimiento haya sido tan ínfimo como los pocos segundos que hubo
dese que se sentó en la lona hasta zambullirse en el barullo final de golpes,
su gesto tuvo la pregnancia de una afectación en la que la cara, aquietada unos
instantes entre la agitación general, muestra algo de lo que allí sucede que no
puede ser contado por ninguna otra cosa que no sea su gesto.
“Vos ganaste por puntos, pero yo te vencí; por un instante te convertí en un niño perdido. Tus golpes deformaron mi cara, los míos, tu alma”, podría decir Chávez en el final de la adaptación teatral de esta historia. Adaptación en la que los procedimientos escénicos habituales llevarían a tema de diálogo lo que un gesto puede con su sola capacidad perforante. Porque si esta pelea y este rostro habilita pensar algo es, justamente, en el poder narrativo del rostro. Por un gesto “Maravilla” pasa del héroe heroico que podría haber sido, al héroe trágico que terminó siendo, aunque nada de lo que luego se dijo e hizo quiera dar cuenta de ello. Martínez ganó perdiendo o perdió ganando. Llegó finalmente a su negado y ambicionado cinturón de campeón, pagando el costo de verse y mostrar la cara de la derrota.