16.11.13

Che,



Che, la actuación puede mucho más que para lo que hoy está siendo generalmente utilizada y ejercida. Ok: de algo hay que vivir, está buena, está bueno que me hayan llamado, es una buena experiencia, es una buena oportunidad, me permite mostrarme, pruebo algo distinto, el tipo es interesante, ella es una genia, la pasamos bien, es muy divertido hacerla, me conviene, aprendo, etc. Perfecto. Indiscutible. Realmente. De verdad. Solo les pido a los que saben que esto es así, que no lo nieguen, porque eso los hace aptos para desear y configurarse encuentros de implicación artística de un beneficio actoral y vital incotizable, tan fuerte y motivador como lo es la guita y el escalafón mediático. Quizás incluso con efectos en el mercado tan estimables como los que logra, nunca garantizadamente, aquello cuya razón de ser es fundamentalmente pegar ahí.  En esta ciudad pasaron cosas con la actuación que no pasaron en ningún otro lugar del mundo. Sucedió que crear una obra de teatro pudo ser simple y contundentemente  juntarse para inventar actuación. Actuación en su propia, poderosa y contingente ley. Eso es lo que acá trastocó todo y nos hizo famosos como producto de esta ciudad. Incluso con las obras en las que esa potencia fue utilizada para la renovación y sostenimiento  de procedimientos antiguos, reducidores  y  trascendentes. La actuación es tan poderosa que puede  servir para el lucimientos de cosas que no la favorecen. Y no quiero que los que vivimos ese poder nos privemos de ello. No quiero que este poder que fugazmente suele aparecer en diferentes tiempos y lugares del mundo, y nosotros tuvimos la felicidad de experimentar, desaparezca. Pilas muchachos. Llegando a cierta cantidad de años entendés, medio haciéndote el que está lejos de los primeros de la fila, que te vas a morir. Acá todavía están los cuerpos y hay miradas que saben ver. No enloquezcamos con los viajes, la guita y el cartel. Una cosa no quita la otra, una cosa no quita la otra. A gozarla, a cagarse a gritos, a festejar, a perderse, a sentirse Gardel, a llorar en el ensayo, a no poder cortar, a sentir que nos fuimos a la mierda, a no tener ninguna obligación de hacerla o terminarla si no nos convence, a robarle tiempo y energía a todo lo otro si creemos que tiene que existir, a hacerla como solo los que estamos ahí podemos hacerla. Y todo, todo, todo que se vaya a cagar. Viva el teatro de los actores, el único que necesita y puede que nada ni nadie le dé su sentido, el único en el que se junta el sentido de vivir y de actuar . Una abrazo a mis viejos y queridos amigos, y vamo los pibes.

8.11.13

Diario de actor 4


Me queda muy claro que  cuando llego al ensayo no sirvo para actuar lo que estamos intentando. Tampoco voy a servir en un tiempo para hacer una buena función. El que llega es un ansioso, un efecto de sus resistencias, un temor, un desesperado por gustar. El que llega es el que puede, potencialmente, actuar lo que estamos inventando, pero también es concreta y lamentablemente, el mayor de los obstáculos.  A fuerza de ensayo y, básicamente, error,  los enfrentamientos frecuentes con procedimientos actorales  sintomáticos que atentan contra mi posibilidad de “estar ahí”, son ahora una guerra declarada que no tiene victoria final pero si la convicción de que hay que asumirlo como parte de la cosa. En este proceso de aceptación de la ineptitud subjetiva con la que llego de la calle pretendiendo actuar,  la tan mentada “entrada en calor”  me fue ganando un espacio y un sentido cuya dimensión, que yo ya creía saber importante, se me amplió hasta ser el fenómeno que, ahora creo, anfitriona todo lo demás. Porque además de todo lo que técnica y expresivamente allí se acomoda, ese lapso comenzó a ser el impase ineludible para que el actor presionado por la dinámica de su mundo, se convierta en otro más apto para propiciar la vida escénica y el encuentro. En ese momento, nada simple de procurar, me tengo que poder dar dos cosas fundamentales como condición de lo que pretendo después: el lujo de la tranquilidad  y la explicitación del desafío que me implica actuar lo que tengo que actuar. Ambas cosas son condición del disfrute y la creatividad de mi juego. 

Si no me tranquilizo, si no le puedo dar tranquilidad a mi actuación, me pasa, como con cualquier actividad, que me simplifico y mis acontecimientos son groseros y generales. El apuro me impide la percepción y expresión de la exuberancia sutil, hormigueante, permanente, contradictoria, fluida y verdadera de acontecimientos que generan una actuación  no menos viva que la gente viva. La gente puede tener una vida apurada, pero si soy un actor apurado, hago seres menos vivos que la gente. En un ensayo que planteábamos la paradoja del hecho de que un actor es alguien vivo que cuando actúa suele perder vida, que estamos muy acostumbrados a que la actuación este menos viva y verdadera que la gente, concluimos que la vida real es alguien poseído por afectaciones mutantes que se revelan sin pausa en todo lo que hace y le hacen, y que la vida escénica sería lo mismo pero al revés: en todo lo que hago y me hacen debo generar las afectaciones que me poseen y mutan. La vida escénica dependería entonces de una estimación radical de todo lo que el actor tenga para percibirse y percibir, ya que allí están las cosas que nos permiten percibirlo vivo; que no hay cosas más y menos importantes, porque si todo hace al fenómeno de estar vivo, no debemos sobreactuar de la misma manera que no debemos sub actuar. El derrotero subjetivo de un ser se juega en todo lo que se le ve hacer. Las cosas supuestamente más nimias y contingentes son las que estimadas como gestos de alguien al que se le está jugando algo, son reveladoras en el mismo rango que aquellas que también explicitan su significación. Pero para estimarlo todo permanentemente y en su justa medida como material de actualización del juego fundamental de la actuación que es hacer alguien vivo: debemos estar tranquilos.  

Es claro que semejante frenazo a la subjetividad mercantil con su ritmo, procederes, estrategias, eficacias y sentidos de producción implica un tiempo y un trabajo que no se reduce solo al calentamiento. Pero sí es distinguible que en ese momento, que estoy solo, tengo que hacer algo cuya dimensión y concreción debe ajustarse al grado de habilitamiento actoral de la práctica escénica que me espera. La dirección me dijo varias veces que la manera en que estaba entrando en calor no me ayudaba, no me estaba ingresando, ni dejando a las puertas, ni acercando a lo que mi cuerpo debía lograr actuar. Mi entrada en calor debía dejar de ser tímida y general respecto de las condiciones dinámicas que me hacen posible desalojar las resistencias que identificamos como obstáculos y debía estar a  la altura del desafío que estaba siendo para mi actuar lo que tengo que actuar. Punto. La entrada en calor es el momento en el que los actores nos mostramos a nosotros mismos el nivel de implicación que admite y demanda la actuación de la obra que ensayamos o exponemos. Mi entrada en calor debía distinguir explícitamente a una práctica escénica en la que la posibilidad actoral de generar vida se me ofrece posible y deseable. Porque no todas las practicas escénicas lo hacen posible. En algunas lo que hay que actuar es el obstáculo mismo para estar vivo. Otras están incluso generadas directamente desde la dinámica a la que empuja el mundo y el ensayo es la puesta en funcionamiento de resoluciones y eficacias. En muchas situaciones, entrar en calor es una actuación casi más notable que la que luego tengo que hacer. Son poquísimas las situaciones en la que es posible y necesario exceder el mínimo calentamiento muscular, sonoro y memorístico. Solo el encuentro con una mirada que me estima y me ve más que yo, y la aceptación del desafío actoral como sentido del hacer que eso inicia, puede bajarme del tren con el que llego, y animarme a asumir el calentamiento como un lapso fundamental de preparación y apropiación de un juego al que me tengo que jugar


Cada vez que entro en calor parto de contactar con el miedo de no tener en mi lo que necesito. Luego, paulatinamente, voy logrando tranquilidad al percibir que me lo voy procurando a la vez que surgen  las ganas de compartirlo como única manera de terminar de dármelo. Y quizás ese sea el único sentido fuerte que tenemos, muy ocasionalmente, para desalojar  la desesperadamente necesaria venta profesional de nuestra eficacia, y propiciar y reafirmar el tan mentado, teorizado, banalizado, idealizado y querido “encuentro”: invitar al público a participar de un proceso de automodificación y descubrimiento; preparar ciertas condiciones de ficcionalidad actoral con las que avanzar más en la posibilidad de estar, franca y decididamente, allí, con ellos.


 

2.9.13

Diario de actor 3



En el último ensayo logre, por un rato,  ser el actor que, creemos, la obra necesita.  Vi llegar la aprobación y el festejo a la mirada que me acompaña en este proceso. Mientras actuaba me sorprendía, y esa sorpresa me disociaba percibiendo que mi voz y mi cuerpo eran de otro, que estaba haciendo aparecer a alguien allí, frente a mis directores, que se sintieron, quizás por primera vez, espectadores de nuestra obra. 

Que alegría inmensa. Sentí estar jugando bien el juego que estamos inventando. Juego en el que se superpone la escena y la vida; que me está forjando un cuerpo, una habilidad y fundamentalmente un temperamento. De hecho, cuando las reglas fueron surgiendo, a la vez que me resultaba halagador que esa operatoria emerja y se asocie posible en mi actuación, no podía evitar preguntarme si yo estaba a la altura del juego que se planteaba, o si estábamos todos en pedo. Son la ambición y el miedo disputándose cada milímetro de afirmación.

Evidentemente, una cosa es tener la habilidad y otra la decisión. El nivel de creencia que, en todo sentido, a veces  demanda y delega el lugar y el proceder de una obra, implica un trabajo íntimo y feroz. Quizás el verdadero desafío sea asumir con placer el poder que se nos habilita. Porque creo que con el público compartimos esencialmente eso: el poder que asumimos en el juego al que los invitamos, y el placer que nos da jugar con ellos.

Veremos qué pasa ahora que el público entro al ensayo por los ojos de la dirección y se sienta en las sillas vacías del estudio. Acá está, de nuevo la ambición y el miedo.

10.8.13

Diario de actor 2



Uno llega a los ensayos con el cuerpo y la voz que la vida le fue permitiendo tener. Con la imagen que, hasta el momento, el proceso de experiencias familiares, sociales, amorosas, laborales, sexuales, médicas, evolutivas, etc.  nos hizo ver y darnos.
Ya ensayando, nos puede pasar, como me ocurre, que  la mirada de la dirección vea en nuestro cuerpo otra imagen posible que, lejos de ser un matiz, proponga un replanteo dinámico y subjetivo. Es una mirada desafectada de los condicionamientos con los que nos configuramos, que  encuentra allí, donde siempre miramos, otra posibilidad de imagen que le propone a nuestro cuerpo ser a la vez más nuestro y del personaje.

Como una buena nueva, como la adivinación de algo inconfesable, como la confirmación de una hipótesis subversiva e indemostrable, la imagen propuesta parecería tener ya más derecho de ser, que la nuestra tal como la venimos llevando. Percibimos, ya sintiendo una convulsión  general inevitable, que allí puede haber una mayor comodidad, el fin de una resistencia y un pudor, el comienzo de una actuación más honesta.
Ya no hay retorno: ese personaje y el director comienzan a pedirle a ese cuerpo que funcione como si hubiera tenido experiencias que no tuvo,  que se viva de otra manera. "Más hombre", "más grave", "más panzón", "más simple", " más violento", “más lento”. Demandas de potencia a la latencia desenmascarada.

El ensayo se convirtió en el tiempo y espacio concreto que se dispone en la vida de esta persona/ actor para tener esa experiencia faltante, resistida, contenida, desconocida,  secretamente deseada, o vaya uno a saber, que lo va a modificar al punto de que el propio cuerpo ya no volverá a ser llevado de la misma manera. Una experiencia por la que sufre la distancia inexpugnable entre el entender y ser, la angustiosa intemperie de ya estar afuera de lo que cuestionamos  y peleando para entrar donde nos prometimos llegar; pero que luego, con la llegada de un repentino placer desconocido,  nos hará tener más ganas estar con el cuerpo en el ensayo que en la vida. Allí se estarán habilitando permisos en la manera de sentirse que no son los que hicieron que la vida sea como fue  hasta allí. Comenzamos  entonces a  probar, parcial y secretamente en la vida misma, las modificaciones de un cuerpo que prepara su nueva imagen de si para lo que será el estreno. Estrenará un actor que se ha convertido en otro para hacer de otro.
No se me ocurre nada mejor para pedirle a esta actividad.

24.6.13

Diario de actor 1



Hoy me miré en el espejo y vi que ciertos gestos de mi cara han incluido unas ojeras incipientes. A la vez que sentí miedo, pensé, como si fuera dos personas distintas: "que bueno para actuar". En mis ensayos estoy tratando que el "copado" de sus ojeras aparezca cuando miro cierta medida, ya quizás irreductible, de mi panza. Si no, va a ser imposible actuar. Esta "superficialidad" que comparto, por ser justamente algo que se juega en la superficie de contacto percetivo con el público, sólo siendo asumido y afirmado como condición dinámica, significado social y valor mediático, habilita a lograr algo de lo que se suele llamar "profundo". Comparto esto porque intento elaborar junto a todos mis colegas cuarentones esta oportunidad única, que nos da la caída insoslayable de cualquier variante de ideal metrosexual, para comenzar a actuar con un cuerpo que si se anima a verse puede entender al fin cual es su peculiaridad, comodidad y potencia.
Si uno no logra estar en escena como está ante los ojos de la persona que ama, solo esta actuando que actua. Me digo algo tan severo porque realmente lo veo y lo creo y porque me quiero llevar con la cabeza a hasta la puerta de la actuación por la que solo entra el propio cuerpo. 
Mi admiración profunda para los que suelen entrar y todo mi aprecio para los que lo queremos hacer incluso fracasando.

Transcripto de:
https://www.facebook.com/alejandro.catalan.735/posts/372293009537803

14.5.13

Un gesto de Maravilla



Ensayo sobre lo que puede el gesto.





"Shakespeare dijo algo digno de mención. Uno no lo es­cucha muy seguido. Dijo: “No existe un arte que encuentre la construcción de la mente en la cara”, refiriéndose a que hay un arte de la poesía, la música, la danza, la arquitectura, la pintura, lo que sea. Pero encontrar las mentes de la gente por su cara, especialmente sus caras, es un arte, y no es re­conocido como tal." Marlon Brando.



Ya estamos muy acostumbrados a la caza de primeros planos en las contiendas deportivas. La industria del entretenimiento no puede desaprovechar la captura de esa fuente de acontecer humano que dimensiona la implicación subjetiva que adquiere cada jugada en los allí expuestos a su suerte. Acontecer que, además, puede que se inscriba y sume a una narración más grande, generada antes por otras cámaras, como historia y actualidad mediática del dueño de ese rostro. En ese caso nuestros ojos serán cazadores sutiles del gesto que se le escape a un rostro rompiendo el control de lo que le conveniente mostrar.
Los que vimos el combate “Maravilla vs. Chávez Jr.” participamos de una gran condensación de esta confluencia narrativa expresada en el gesto entre la “contienda deportiva” y “vida mediática”. El box, en este sentido, es un dispositivo privilegiado: tenemos siempre a los dos protagonistas en la imagen, mirándose y pegándose en la cara. Actuando para el otro, para el público y para la cámara. De hecho esta  lucha fue particularmente histriónica; ambos boxeadores se, y nos, hicieron gestos que jugaban decididamente dentro del Thriller psicológico en el que se había transformado la “vida mediática” ahora fundida con la “contienda deportiva”.  La pelea parecía el capítulo final de la primera temporada de una serie que nos fue atrapando hasta la dependencia. El ring era ahora el lugar en el que dos vidas contrastantes coincidían en la necesidad de convalidarse desacreditando a la otra.  Y el capítulo no podía comenzar mejor: el luchador pobre, tenaz, dotado, maduro, guapo, locuaz, inteligente y justiciero, estaba venciendo al luchador rico, hijo de papá, joven, arrogante, campeón y grandote. “Maravilla” Martínez, el protagonista,  conectaba golpes sobre Chávez en perfecta continuidad con el extraordinario monólogo que venían siendo sus apariciones televisivas. La cara de Chávez se deformaba y se convertía en la referencia material del proceso hacia un final pronosticable. Pero, como vimos,  en el último round, el mexicano logra meter unos golpes como él mismo no había recibido, y derriba a nuestro héroe haciendo suceda algo que ya se había olvidado como posibilidad. Cuando “Maravilla” Martínez, ya caído, se incorpora mínimamente y se sienta en la lona, le veremos una cara que nos pegará en los ojos más directa y contundentemente que todos los golpes que ya se habían visto. Esa cara será la contracara misma de todo lo que hasta allí se había narrado. Luego de un breve paso por la siempre horrenda expresión de quien, sin desmayarse, se ha ido de sí, logramos percibir su dramático retorno a la conciencia porque sobreviene un gesto que delata la dimensión subjetiva que toman las circunstancias en las que nuestro boxeador se reencuentra y reconoce. Describir su composición afectiva  sería reducirlo. Pero como espectador de esta historia, no dudo que en esos escasos e involuntarios fotogramas, vi a Maravilla reconocer que su vida estaba tomando el rumbo de la  peor escena que le podía suceder a su película; que temió que todo lo hecho, desde que se fue a España hasta hoy allí, sea el descomunal camino hacia la absoluta decepción y el principio de una condena al perpetuo sinsentido. En la cara de Sergio Martínez se parte su historia. Es el momento en el que, como en el flujo de un río, el acontecer narrativo se estrecha al tamaño de un rostro, porque su cause adquiere la profundidad de una grieta.

Su retorno a la pelea será entonces a otra pelea, “Maravilla” no vuelve a pelear con Chávez Jr., sale a pelear por algo que ya es su vida misma: su imagen. Debe mostrarse y mostrarnos una actitud de pelea que reduzca hasta donde más sea posible la dimensión narrativa del acontecimiento subjetivo que mostró a su  imagen presa de la derrota y el fracaso. Sale, entonces,  a pegarle a lo que le sucedió, a mostrarse y mostrarnos que eso que le vimos no fue tan real y significativo como pareció.
Pero lo que sucedió y dejó ver su rostro ya estaba impreso en nuestra percepción y cualquier cosa que hiciera, no haría más que mostrar y acentuar a aquello que se quiere negar. Aunque el acontecimiento haya sido tan ínfimo como los pocos segundos que hubo dese que se sentó en la lona hasta zambullirse en el barullo final de golpes, su gesto tuvo la pregnancia de una afectación en la que la cara, aquietada unos instantes entre la agitación general, muestra algo de lo que allí sucede que no puede ser contado por ninguna otra cosa que no sea su gesto.

“Vos ganaste por puntos, pero yo te vencí; por un instante te convertí en un niño perdido. Tus golpes deformaron mi cara, los míos, tu alma”, podría decir Chávez en el final de la adaptación teatral de esta historia. Adaptación en la que los procedimientos escénicos habituales llevarían a tema de diálogo lo que un gesto puede con su sola capacidad perforante. Porque si esta pelea y este rostro habilita pensar algo es, justamente, en el poder narrativo del rostro. Por un gesto “Maravilla” pasa del héroe heroico que podría haber sido, al héroe trágico que terminó siendo, aunque nada de lo que luego se dijo e hizo quiera dar cuenta de ello. Martínez ganó perdiendo o perdió ganando. Llegó finalmente a su negado y ambicionado cinturón de campeón, pagando el costo de verse y mostrar la cara de la derrota.

7.2.13

La muerte de Spinetta


Ensayo sobre el fin del “teatro alternativo”.

                                                                                                                                  Dedicado a Ricardo Bartis

Se murió Spinetta. Aún me duele saberlo. Cuando me enteré, sentí que se iba del mundo una  prueba viva de lo que puede ser, en esta época, un vínculo con el arte tranquilo y radical. Sabía que esa dimensión de la cuestión era algo que corría por mi cuenta, pero no me pareció un sentimiento tan exclusivamente personal. Es posible, incluso, que ese haya sido el aspecto de su fallecimiento que sumó al lamento a muchos otros que nunca fueron especialmente spinetteanos.  De hecho, el día que se anunció su muerte, me pareció ver en el Facebook  un indicio claro de ese extraño consenso. Siguiendo el conmovido desfile de frases que acordaban en la dimensión excepcional de la pérdida, una característica común comenzó a resultarme llamativa. Las  frases se relevaban, entregándose, como un pergamino, dos palabras que sostenían su presencia: “artista” y “creador”; y si bien puede resultar esperable que estos términos se reiteraran y tengan una presencia predominante, había algo en su uso que me impresionó más que la cantidad: colocadas junto a “Spinetta”, “artista” y “creador” parecían escritas buscando que asumieran una sentido mayor. Ambas palabras, junto a ese nombre,  alcanzaban un grado más alto que el que suele darle  la medida de nuestro hábito. Distinguir a Spinetta nos permitía  un redimensionamiento del significado de esos términos. La llamativamente numerosa y exclusiva compañía que tuvieron junto a su nombre, parecía responder a la oportunidad de limpiar esas palabras de la banalización cotidiana con la que las empleamos,  y ejercerlas con la cualidad jerarquizante y excluyente que  sabemos pueden tener. Sirva como ejemplo de la exacerbación  de esta curiosa necesidad, aquellos que dudaron  de la posibilidad de sortear esta banalización, y las antecedieron con un dramático y elocuente “verdadero”: “verdadero creador”, “verdadero artista”. Refiriendo a la muerte de Spinetta parecíamos decir algo sobre el mundo en el que Spinetta moría; algo que, indirectamente, me sonaba como una denuncia sobre nuestra actualidad, como una puntada de dolor en un acostumbrado malestar. ¿A quienes les estamos diciendo que en realidad no son “creadores” y “artistas”? ¿Nos lo decimos a nosotros mismos? ¿A todos? ¿Por qué? ¿Qué necesidad encolumna y motoriza las frases de esta red bajo este sentido discriminativo y reivindicatorio?  

Todo esto lo pensaba teniendo en la cabeza el mundo que constituye mi Facebook: el teatro “alternativo”, “independiente” u “off” de Buenos Aires y otras ciudades grandes de nuestro país.  Cuando allí percibo esta  necesidad tan generalizada de señalar a un “artista” o “creador” de manera  inequívoca e indirectamente crítica de lo que parece ser la medida que maneja nuestro hábito, creo escuchar un tono subjetivo que me resuena personalmente. Pienso entonces, en los colegas que tenemos entre 40 y 65 años, participamos del teatro de los 80 y/o 90, coprodujimos un discurso en el que las prácticas y las palabras tuvieron una relación afirmativa y consustanciada, y hoy vemos como nuestros valores artísticos de partida  no se componen fácilmente con la dinámica que debemos habitar. El medio en el que emergimos ha cambiado cualitativamente, y el actual parece rechazar ciertas condiciones de lo “artístico” y “creador” con las que hace un tiempo habíamos modificado muy profundamente el hacer y pensar del teatro de Buenos Aires. Hoy parecería imperativo, tener que aceptar una actualización, que implica el abandono de esas condiciones esenciales por estar muy a contrapelo de la actual dinámica mercantil. 

Recordemos, mínimamente, que:
  • El sentido del hacer del antiguo “teatro alternativo” era  la “creación de lenguaje”. Según esto, el valor de una obra estaba en la recomposición de lo escénico a lo que se aventuraba.
  • El tiempo de ensayo era todo el que el proceso de creación necesite. Eso demandaba  una relación con el tiempo y el dinero que no profesionalice y ponga condiciones y presiones externas al ensayo y al propio imaginario escénico.
  • La cualidad distintiva con la que se dió a conocer y distinguir al “teatro argentino”, tenía actor como productor preeminente del sentido de la experiencia escénica. 
  • Desde el “teatro alternativo” eran claras las imposibilidades que el teatro “comercial” y “oficial” tenían para encarar de manera artística y creadora un proceso de creación. 
Todo esto se planteaba desde una época en la que aún regía el “campo teatral”. En él las diferencias  prácticas eran claras en sus procedimientos, su historia y su apuesta. Ahora estamos en tiempos de “mercado teatral”, dinámica áspera si las hubo, que sin ser nombrado ni asumido en sus obstáculos creativos, presiona, induce y dicta el proceder de cualquier práctica teatral “alternativa”, “oficial” o “comercial” licuando sus diferencias. Porque en el sentido mercantil, una obra es, antes que nada, la vidriera donde cada uno trata de mostrar algo consumible para entrar o mantenerse en la existencia mediática.  

 
La consecuencia escénica para el “teatro alternativo” es que la “creación de lenguaje” es  reemplazada por la misma dinámica escénica que constituye cualquier obra del mercado: ideas escénicas o textos  que engloban y habilitan participaciones efectistas que buscan desesperadamente pegar en el mercado. El sentido mercantil antes que económico es “mediático”, por eso lo “alternativo”, lo “oficial” y lo “comercial” hoy comparten una misma lógica práctica y eficacia: el impacto. La "creación de lenguaje" debe abandonarse porque encontar una lógica de composición escénica es inviable en la medida que hay que avalar el eclectisismo escénico que genera la búsqueda de impacto en todos los rubros escénicos.

El problema más profundo no es la guita, es la publicidad. Es que en vez de juntarse para inventar un juego conjunto y propio, el mercado nos junta para exponer el impacto con el que cada uno busca que lo aprueben, seleccionen, premien, subsidien, inviten, produzcan, etc. El casting reina como dinámica y sentido de todas las experiencias 

¿Está mal querer tener réditos mediáticos y económicos? Para nada. Pero si ese es el sentido del hacer,  las consecuencias  prácticas son claras y concretas. No tratemos de pensar que haciendo “publicidad” somos “artistas” o “creadores”. ¿Está mal que un actor o director haga cosas comerciales? Para nada, lo lamentable es perder el espacio,  el tiempo y los vínculos con los que poder hacer obras en condiciones creativas. Y eso no se pierde por “comercializarse” para ganar guita, eso se pierde por “mercantilizarse” en todo gesto escénico,  por hacer obras sin guita cuya apuesta principal también es lograr existencia mediática, por hacer obras que son publicidades, por dejar de percibir la diferencia, a veces muy sutil, entre trabajo y creación. 

El “teatro alternativo” actual, como cualquier teatro,  está preponderantemente constituido por obras en lógica mercantil aunque haya gente menos conocida  reunida en cooperativa. Allí empieza el colapso subjetivo de querer seguir atribuyendo a la práctica “alternativa” ciertas palabras y valores que ya no dan cuenta de lo que en verdad se está haciendo. Por eso el mercado lo llama “off” y sus habitantes “independiente”; porque su diferencia ya no es cualitativa en términos prácticos, es solo cuantitativa en grado de celebridad y dinero. Las obras que actualmente logran ser creaciones o al menos se ve que lo intentaron, son aquellas que han evitado la dinámica mercantil incluso en sus rasgos de procedimiento “alternativo”. Son creaciones teatrales a secas que convirtieron en artistas a sus participantes. Tienen la misma posibilidad que cualquier obra de ser un éxito o un fracaso, pero ya tiene el beneficio del sentido que genera la experiencia del proceso de intentar crear. Eso no se ofrece en el mercado.

En estas transformadas circunstancias, Spinetta, que ya había vivido las mutaciones de un mundo en el que muchos de nosotros no vivimos, y luego también las que si nos tocó vivir, resulta  un extraño ejemplo de otro mérito post mortem que se mencionó y ponderó mucho en el Facebook: su “coherencia”. Evidentemente nuestra lista de “artistas” y “creadores” teatrales desbarrancados es silenciosa pero numerosa y cruel. Parece haber caído una bomba que dejó todo en pie pero hizo polvo  las subjetividades.  Perplejos de tal fenómeno y un poco lastimados, valoramos la “coherencia” como el sostenimiento heroico de algo que todos pierden. Y lo que hizo Spinetta fue mantener fuera del ensayo las presiones y condicionamientos del mercado que le hubieran impedido disfrutar de una práctica artística rigurosa, ambiciosa, fraterna y festiva. 

Me parece imprescindible poder pensar esto para no caer en la triste subjetividad del nostálgico, el renegado, el fundamentalista, el atontado, el cínico y otras figuras a las que lleva la negación. No pensar, también genera trabajo, y quizás no estemos pudiendo reconocer el malestar que implica tener que reducir nuestro pensamiento para poder habitar  un medio en el que parece convenir una relación reducida y difusa en el vínculo de nuestras prácticas actuales con las condiciones de creación, la historia escénica reciente y las palabras.  Quizás por eso, la posibilidad de ser “coherentes”, de enrostrarle a un  mundo relativista y regalero la  altura que “creador” y “artista” podían tomar junto al nombre de Spinetta, fue una oportunidad que no pudimos ni quisimos desperdiciar. Porque no vivimos una época en la que estas afirmaciones puedan manifestarse fácilmente ni que, incluso, desde cierto punto de vista, convenga tener. El mercado es feroz. Se puede percibir la incomodidad en el rostro de nuestro interlocutor al hacerlo partícipe de un pensamiento que señale algún tipo de ineficacia o falla en la obra de alguien o en cierto tipo de modalidad práctica. El mercado nos hace temerosos de que podamos decir o hacer algo que nos cierre posibilidades laborales. El mercado nos pone relativistas, cínicos, demagógicos, nos propone ser más copados y abiertos que pensantes. El mercado nos hace cómplices de la pérdida de la capacidad de cambiar, de abandonar eficacias  probadas. El mercado nos hace negarlo como presión fundamental de nuestro hacer mientras nos quema. El “queme” mercantil es el que permite decir y escuchar sin inmutarnos “yo trabajo en lo comercial y lo alternativo de la misma manera”, “el buen teatro está en cualquier parte”, “el teatro actual es una multiplicidad de singularidades”. 

Pero cuando el “queme” no es absoluto, el malestar hace de la dolorosa muerte de Spinetta la oportunidad de mostrar viva la capacidad de discriminar y distinguir una jerarquía práctica y subjetiva que excede a las que habitualmente nos anestesian la exigencia de nuestra percepción y nuestro juicio artístico. Algo sigue atento, al menos, a la captura de experiencias ajenas que mantengan viva la fe.  Porque sabemos que la creación es milagrosa. Sabemos que muy esporádicamente vemos obras que nos renuevan la percepción y nos muestran hasta que punto veníamos viendo noche a noche, una misma obra verborrágica, veloz, efectista, e inverosímil.

Ante la postergación cotidiana de las condiciones de ensayo artísticas mencionadas al principio, y que hace un tiempo hicieron a la cualidad práctica “alternativa”, la muerte de Spinetta nos permitió ejercer  la capacidad maltrecha pero viva, de reconocer en alguien  una posición práctica creadora. Quizás la vida de Spinetta ya tenía más sentido para todos por esto, que por su última etapa musical que ya pocos escuchaban.  Su muerte quizás sea entonces la oportunidad de dejar de sentirnos artistas solo por vernos capaces de valorar a uno, y salir de esta locura de presiones, sin historia hacia atrás ni procesos hacia adelante. El “teatro alternativo” no pudo pensar su relación con el mercado y se disolvió en el razgo práctico que el sentido mediático le da a todo: el impacto y su consecuente eclectisismo. Pero dejó condiciones a partir de las cuales seguir pensando y haciendo; están allí para todos los que queramos seguir en la cocina del mundo pero afuera del horno. 

Larga vida al flaco y al teatro alternativo en la de cada uno.




                                                                                       
Enero de 2013, Santa Ana, Uruguay